El primer día de clases

«Lo crucial es que vuelva a bailar el fuego, que mane el agua, que haya sed, que haya asombro, mucho asombro. Que este sea el primer día de una aventura y no el de una larga y tormentosa condena en una prisión…».

 

Al primer día de clases se llega con el cuaderno en blanco, reluciente, oloroso. Y se le saca punta al lápiz, y el corazón tiembla en la mochila. «Venimos a aprender» -dicen los ojos de los niños, todavía limpios-. El conocimiento es una aventura, una aventura que partió hace miles de años, con preguntas que quemaban el alma. Con asombro. Qué palabra tan importante: asombro. En griego: thaumazein . Todo viene de ahí. De esos griegos que miraron lo naciente del agua, lo danzante del fuego, y se maravillaron y quisieron saber más, quisieron saberlo todo.

Los primeros filósofos fueron niños desbordados por las preguntas, ellos bailaban las preguntas.

La búsqueda del saber fue una fiesta y un combate. Un combate con la propia y dolorosa ignorancia. Y, entonces, en medio de la larga noche de ir tanteando a ciegas con lo oscuro, surgieron los primeros maestros. Pero ellos no traían respuestas, sino más preguntas. No eran portadores de la certeza, sino mensajeros de la extrañeza. El primer día de clases, en el origen de la aventura de saber, fue el silencio inquietante del maestro que ante las preguntas que le caían como flechas, se dio media vuelta y se fue. «Los dejo solos para que no me conviertan en estatua y los aplaste». Ese pasó a ser el signo del verdadero maestro: el que arrojaba al discípulo a la intemperie, para que caminara y volara solo. Aunque se quemara las alas. A veces hay que quemarse las alas, porque es mejor quemarse que apagarse.

Primero fue un puñado de iniciados secretos (Pitágoras entre otros), luego se crearon las escuelas y el conocimiento se abrió. Después fue «la letra con sangre entra», las humillaciones al que formulaba una pregunta incómoda (al que llamaban «rebelde» o «hereje»), las lecciones monótonas, las letanías vacías, la alegría de aprender convertida en martirio. Pero el peligro más devastador de todos fue el hastío. Las caminatas peripatéticas al aire libre fueron reemplazadas por las salas cerradas, frías, en las que un repetidor obligaba a los niños a envenenarse con letra muerta. La letra muerta fue el comienzo del fin de la aventura, la lepra que pudrió todo. Legiones de funcionarios, de tecnócratas, de mediadores se apoderaron de los templos (las escuelas) y congelaron la danza del fuego y secaron el pozo de donde manaba el agua, fuego y agua que habían hecho bailar de asombro a los primeros maestros. La academia se convirtió en el gran cementerio de las ideas vivas, de los cantos, de los descubrimientos. Y los maestros mismos se transformaron en prisioneros de un sistema que los asfixiaba, en que el rendimiento, las metas eran más importantes que la búsqueda.

¿Cómo hacer ahora para que ese fuego de nuevo arda, para que esa agua mane desde el origen, para que las preguntas vuelvan a ser bailadas? ¡Que los profesores puedan bailar otra vez! ¡Que ardan! ¡Que vuelen! ¡Déjenlos volar! Primer día de clases: todo puede comenzar de nuevo. Que llegue el alumno que desbarate el guion del profesor con la pregunta difícil, como ese intrépido e imparable Abelardo, el muchacho que hizo temblar las aulas del medioevo. ¿Quién se acuerda de él? A Abelardo quisieron darle la lección, pero él se transformó finalmente en la lección. Que también aparezcan maestros que sean capaces de vivir, de encarnar la verdad como Sócrates o Jesús, o desaparecer como Lao-Tsé.

Pero no seamos pesimistas: hoy es el primer día de clases, y todo puede empezar de nuevo. El cuaderno está vacío, los ojos brillan, todo está dispuesto para la aventura, para el viaje que lleva de las preguntas a lo abierto. Todo lo demás es accesorio: los rankings de notas (¿qué es eso: notas?), los grandes edificios, los computadores, el pizarrón, los «resultados». Lo crucial es que vuelva a bailar el fuego, que mane el agua, que haya sed, que haya asombro, mucho asombro. Que este sea el primer día de una aventura y no el de una larga y tormentosa condena en una prisión.